lunes, abril 14, 2008

Hola, Neo...

En algún post anterior he comentado las manifiestas incompatibilidades entre los descubrimientos de la ciencia con respecto a los orígenes de nuestro planeta y la vida en él -y en especial la evolución del ser humano- y lo que tradicionalmente nos han contado las religiones sobre este tema. No hay que olvidar que una de las mayores razones de ser de las distintas corrientes religiosas siempre fue su capacidad de explicar lo inexplicable, ofreciendo algún tipo de consuelo frente a los peligros de lo desconocido.

En los últimos siglos, y especialmente en el último, los enormes avances de la ciencia en campos como astronomía, geología, arqueología o biología, entre otras, han relegado lo que se consideraban verdades inmutables a la categoría de alegorías o metáforas más o menos abstractas. Las religiones ya no explican lo inexplicable -eso ahora lo hace la ciencia-, sino que como mucho aspiran a mantener viva la llama de la duda. Desafortunadamente, y como no podía ser de otra manera, las religiones son extremadamente eficientes en esta nueva tarea. Puede que sus tesis originales ya no sean aceptadas sin pestañear por sus fieles, pero sus versiones adaptadas tienen aún a día de hoy un gran éxito. Estas versiones adaptadas estan basadas fundamentalmente en estos dos clavos ardiendo alomojó argumentos:

Vale, puede que Dios no crease la Tierra, pero sí pudo ser el causante del Big Bang que originó el universo y por tanto la Tierra.
Vale, puede que Dios no crease directamente al ser humano, pero sí pudo colocar la semilla de la vida en la Tierra y luego dirigir la evolución.

El corolario de estas afirmaciones es
No se puede demostrar que Dios no exista o que no interviniera en estos dos acontecimientos cruciales, por lo que la ciencia y la religión pueden coexistir perfectamente.

Supongo que en tanto en cuanto la religión recurra a argumentos tan falaces como sacarse un ser superior de la chistera para rellenar huecos entre las explicaciones científicas sobre el origen de la vida -¿y cuál fue el origen de ese ser superior?-, atribuirle la posibilidad de dirigir el proceso evolutivo sin explicar cómo, o escudarse en la imposibilidad filosófica de demostrar la no existencia de las cosas, es normal que algunos científicos no se sientan en la obligación de desmontar aquello que cae por su propio peso.

En mi opinión estos científicos, y en general todos aquellos que minusvaloran el poder que todavía ostentan las religiones, se equivocan. Es evidente que la ciencia intenta explicar la verdad de las cosas mientras que la religión sólo busca que su mensaje, cierto o no, perviva en el tiempo. Así que el problema no está en ver quién tiene razón, sino en ver quién transmite mejor a los demás. Y ahí la religión le lleva miles de años de ventaja a la ciencia.

Habrá quien piense que esto no es importante. Que al fin y al cabo da igual lo que ocurriese hace millones de años, que el hecho es que estamos aquí. En mi opinión el debate sobre si el ser humano es el objeto de un creador que se preocupa por su comportamiento o el producto de un proceso evolutivo independiente, es cualquier cosa menos intranscendente. Ahora que por fin hemos llegado a vislumbrar la realidad, se trata de saber si somos capaces de vivir con ella, y valorar lo mucho que significa, o preferimos volver al reconfortante sueño de la religión.

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